Mucho se habla de la elevada presión tributaria en Argentina, entendida como la comparación entre el monto total de impuestos recaudado por el Estado y el PBI del país. Algunas estimaciones la ubican en el año 2019 en un porcentaje superior al 30%, en línea con los países más desarrollados, pero con la diferencia de que los ciudadanos de esos países reciben servicios públicos cuya calidad es incomparable a los prestados por el Estado argentino.
También se suele hablar de esta presión tributaria en los términos de cuántos días laborales necesita, por ejemplo, un empleado en relación de dependencia para saldar sus obligaciones fiscales totales, ubicando esa fecha entre junio y julio de cada año.
Se calcula que en los tres niveles estatales hay más de 160 tributos.
Sin embargo, el pago efectivo de los impuestos no representa la totalidad de la carga impositiva que terminan sufriendo los contribuyentes.
Existen múltiples regímenes de recaudación tanto a nivel nacional como provincial: retenciones de Ingresos Brutos sobre acreditaciones bancarias, percepciones sobre compras de mercadería e insumos, “impuesto al cheque”, percepciones en el resumen de la tarjeta de crédito, y la lista se vuelve interminable. Todos estos regímenes crean saldos a favor, muchas veces irrecuperables, convirtiendo a los contribuyentes en acreedores del Fisco.
Y si el contribuyente llegase a superar los parámetros de facturación anual establecidos por las diferentes normas (nacionales, provinciales y/o municipales), deberá ser agente de recaudación, con todo el gasto extra que esa nueva “obligación” implica, convirtiéndose así en un anexo no retribuido de las agencias de recaudación.
Si hablamos de “costos no tributarios” que incrementan el gasto total también debemos mencionar la existencia de diversos regímenes informativos que deben cumplir los contribuyentes, muchas veces informándole al Fisco lo que el Fisco ya sabe (por ejemplo, los empleados en relación de dependencia que superan el $1.500.000 de ingresos brutos anuales deben informar a AFIP sus ingresos, información con la que AFIP cuenta en casi la totalidad de los casos; o incluso el inefable Compras y Ventas, cuya eliminación es una de las grandes promesas fiscales).
Asimismo, nos encontramos con obligaciones aparentemente sin sentido que de no cumplirlas pueden acarrear sanciones (como, por ejemplo, que el Data Fiscal sea exhibido a color, y no en blanco y negro); o tediosas habilitaciones municipales; o la obligación de contar con nuevos y costosos controladores fiscales; o tener que lidiar con el mal funcionamiento de los aplicativos y de las páginas web de las agencias de recaudación; y los ejemplos siguen…
Y por último, al considerar la “carga extra” que soportan los contribuyentes, no puede dejarse de lado el confuso marco normativo imperante en el país: desde leyes carentes de definiciones básicas (como, por ejemplo, el Impuesto a las Ganancias que grava la venta de monedas digitales, pero sin definir dicho concepto), hasta leyes que pueden poseer variadas interpretaciones, cuya resolución muchas veces se debe dar en sede judicial.
Aquí no se pone en discusión la importancia de los impuestos y el rol recaudatorio que poseen, como contrapartida principal del gasto público. Pero sí debería considerarse su diseño y eficiencia. ¿Se podría recaudar el mismo monto (o más) pero con otros impuestos más simples de administrar y que generen menos distorsiones en la economía? A su vez, ¿se podrían evitar ciertos regímenes de información que sólo sirven para aumentar la carga administrativa (y, por lo tanto, el costo) de los impuestos?
En definitiva, habría que diseñar un sistema tributario que sirva para financiar el gasto público, pero sin asfixiar a los contribuyentes, no sólo en el pago de impuestos (en forma directa y a través de regímenes de recaudación), sino también en el innecesario caos burocrático en el que se ven envueltos.